El jarro de la sabiduría.

por chamlaty

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Hace muchísimos años, vivió un hombre que pretendía ser muy sabio y su fama se había extendido por toda la comarca. Se llamaba Sabino.

Para conocerle y pedirle consejo, las gentes emprendían penosos viajes, sin importarles las mortificaciones ni los peligros del camino.

Pero sucedió que aquellas gentes comenzaron a observar una indebida conducta. Sabino resolvió castigarlas privándolas de las luces de la sabiduría. Las escondería de tal modo, que ninguno pudiera hallarlas.

Con tal fin, guardó en un jarro de arcilla no sólo su propio saber, sino también la sabiduría que estaba esparcida por todos los ámbitos del mundo, y decidió ocultar la vasija en un lugar seguro.

EI sabio tenía un hijo, listo como él, el cual, al ver las idas y venidas que hacía su padre con aquel jarro, pensó.

— ¡Algo importante habrá dentro!
Y, desde ese momento, vigiló atentamente los movimientos de su progenitor. Al día siguiente lo vio levantarse y caminar sigilosamente por la casa, con el jarro bien apretado contra su pecho.

Luego, salió de la casa, sin advertir que había sido descubierto por su hijo. Atravesó la aldea y no se detuvo hasta llegar a un grupo de altísimas palmeras, cuyas copas parecían tocar el cielo.

El joven vio que su padre comenzaba a trepar por la más esbelta y alta palmera, llevando el misterioso jarro colgado al cuello por una cuerda y pegado al pecho.

La intención del sabio era esconder el jarro de la sabiduría en la alta copa de aquella palmera, a fin de ponerlo lejos del alcance de los hombres. ¡Ah, pero qué dura y peligrosa era la ascensión!

El sabio trataba de no mirar hacia abajo para no marearse con la altura y seguía subiendo penosamente. Pero le preocupaba los movimientos del jarro, pues éste no cesaba de danzar de un lado hacia el otro, y tan pronto golpeaba contra la dura corteza de la palmera, como contra su pecho.

Pero el hombre trepaba y trepaba indiferente a los acelerados latidos de su cansado corazón, y a la distancia, cada vez más creciente, que lo separaba del suelo.
El sabio tenía un defecto: era muy caprichoso. Y llegó el momento en que, tan alto había subido, que su hijo apenas lo pudo distinguir desde abajo.

— ¡Escucha lo que te digo, padre! —le gritó con todas sus fuerzas—. ¡El jarro que llevas colgado delante del pecho te impide moverte libremente y peligra romperse! ¿Por qué no te lo colocas a la espalda?

Al oír aquellas palabras de su hijo, el sabio se sobresaltó, pues creyó que nadie lo había visto. Sin embargo, pasado el primer instante de estupor, meditó sobre lo que acababa de decirle su hijo. ¡Oh, sí, su joven e inexperto hijo tenía razón! ¿Cómo no se le había ocurrido a él, siendo tan hábil, llevar el jarro colgando sobre su espalda?

— Te lo diré algo, hijo mío —gritó desde arriba—: Estaba seguro de haber encerrado en este jarro toda la sabiduría del mundo. Pero mi hijo me dice algo y descubro que esto que me aconseja contiene mucha sabiduría. Ha tenido que ser mi hijo quien me indique cómo debo proceder.

Las últimas palabras fueron casi gemidos del pobre hombre. Con desesperados movimientos se arrancó el jarro del cuello y lo arrojó violentamente al suelo.

El recipiente, que contenía la sabiduría del mundo, describió una extraña parábola en el aire y fue a estrellarse contra unas rocas, rompiéndose en mil pedazos.

Naturalmente, la sabiduría escapó del jarro, y así fue cómo se desparramó por los cuatro confines del orbe. Sólo debemos culpar al viento si a unas regiones de la Tierra llegó en mayor proporción que a otras, y si unos hombres la poseen en mayor o menor grado que los otros.

OHSLO

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