Había una vez un pueblo donde se celebraban todos los días peleas entre gallos. Los hombres se reunían en la plaza principal y ponían a competir a sus aves más fuertes mientras apostaban.
El mejor gallo era el de Juanito y su padre. Siempre vencía y hasta el momento ningún otro gallo había podido derrotarlo.
Juanito adoraba a su gallo. Lo alimentaba todos los días, lo lavaba y le daba todo su cariño. Su padre también quería mucho al gallo, pero porque le hacía ganar grandes sumas de dinero.
Un día el gallo le habló a Juanito:
-Juanito, a mí no me gusta luchar contra otros gallos. Estoy cansado de hacer daño, pero si me rindo tu papá me sacrificará.
Juanito se entristeció al escuchar las palabras de su gallo, pero tuvo una idea.
A los pocos días, una nueva batalla reuniría a todos los hombres en la plaza. De nuevo, el padre de Juanito se paseaba presumido con su gallo, sabedor de que era invencible.
Sin embargo, para sorpresa de todos, el gallo de Juanito era derrotado por uno de los gallos más novatos de la competición. Todo el pueblo reía y cantaba burlándose del gallo perdedor.
El padre, sonrojado, retiró al malherido gallo e hizo el amago de retorcerle el cuello para sacrificarlo. En ese momento, Juanito chilló y le imploró que le perdonara la vida.
-Este gallo está muy herido hijo, no podrá competir nunca más, ya no nos sirve. Lo mejor es matarlo.
-Yo lo curaré y lo cuidaré papá.
El padre accedió a la petición de su hijo sabiendo que el gallo moriría pronto por los daños de la batalla. Lo que él no sabía es que Juanito y su gallo se habían puesto de acuerdo para que se dejase ganar.
Además, el niño había apostado en contra de su gallo, por lo que ganó una gran cantidad de dinero. Con eso pudo llevar a su gallo a un veterinario y recuperarlo de todas las lesiones hasta que pudo vivir felizmente en el criadero.
Moraleja: Lo que puede parecer una derrota para el público puede ser en realidad una victoria personal.
