HENG MEI Y EL CIERVO DORADO.

por chamlaty

         Hubo una vez un matrimonio pobre de la nacionalidad naxi que llegó a radicarse a las orillas del Lago de Jade, donde, entre los pinos y cipreses, construyeron su casa de dos habitaciones. El hombre se levantaba muy temprano a plantar trigo y a cazar, acostándose muy entrada la noche. Su mujer trabajaba día y noche en un telar de lino. A pesar de ser muy pobres llevaban una vida tranquila, en armonía, y su continua preocupación consistía en los hijos que no llegaban. Tanto deseaban el hijo que todo lo que hacían era como para tres personas: en la mesa siempre ponían tres pares de palillos y tres tazones, y la mujer tejía tela para tres.

         Una noche en que las nubes cubrían el cielo por completo la mujer se sentó al lado del fogón a trabajar en el telar, quedándose dormida sin darse cuenta. Soñó que estaba al lado de una gran roca rodeada de bejucos y que en una cueva de la piedra se veía un río lechoso. El ruido del agua al correr era armonioso como la música de una guitarra de tres cuerdas: alguien cantaba dentro de la cueva. Al rato llegó una barca de ciprés en cuya popa aparecía un ciervo dorado. Un joven le sonreía remando en la proa. De repente, salió un cocodrilo de la parte de atrás del barco. Ella cogió una vara de bambú para salvar al muchacho y el cocodrilo se abalanzó sobre la mujer con su gran boca sangrienta abierta de par en par. El miedo la bañó en sudor. Cuando se despertó escuchó el caer de la lluvia. Le contó a su compañero el sueño que había tenido: éste le dijo que aquello había sido el presagio de que iba a tener un hijo. Y efectivamente, el día quince del octavo mes lunar, una noche en que la luna lucía más redonda que nunca, dio a luz un niño tan hermoso como el astro, al cual llamaron Heng Mei.

         Heng Mei crecía como un pino hacia el sol, su rostro semejaba a los lotos del Lago de Jade y el acento de su voz sonaba como la cascada de la montaña. Los padres lo querían como a un tesoro. Pasaron quince fiestas de otoño y hete aquí Heng Mei convertido en un muchacho tan inteligente como osado. Era capaz de clavar un flechazo en el cuello de las águilas de la montaña mientras de tres hachazos derribaba un cedro. Además, se había hecho amigo de unos diez niños pobres que vivían en una aldea fortificada al pie de la montaña y les ayudaba a cazar cuando ellos salían a pastar las ovejas. Sus compañeros y compañeras se lo agradecían con pequeños presentes y él les regalaba almizcle y piel de almizclero. Los padres de Heng Mei se sentían regocijados al pensar que, con un hijo tan diestro y de tan buen corazón ya tenían un apoyo para sus últimos días.

         Bajo la montaña habitaba un potentado, dueño de 300 li de tierras fértiles y treinta esclavos, que comía carnes y harinas finas, bebía leche y sopa de nido de golondrina, se vestía con sedas y por las noches se cubría con pieles de tigre. Le llamaban “Ri Kua”, lo cual significa víbora venenosa. Su hijo iba a estudiar pero no aprendía nada: en la escuela le habían puesto el mote de Tigre de Madera. Era más feroz que su padre: cuando cabalgaba pisaba los brotes de trigo de los campesinos, si cazaba apuntaba a los cerdos de los demás y raptaba a las muchachas campesinas para divertirse. No había persona en los contornos que no odiara al rico y a su hijo.

         Cierto día de madrugada Heng Mei salió de caza y siguiendo las huellas de un leopardo se alejó un buen trecho. Tigre de Madera había salido a cazar faisanes con una decena de personas, pero ya había vaciado diez carcajes y no había obtenido siquiera la pluma de un pájaro. Estaba verdaderamente furioso. Bajando la montaña y al pasar por el Lago de Jade vio que en la casa de Heng Mei colgaban pieles de zorro, cuernos de ciervo y faisanes: cual un lobo cuando ve un cordero  se abalanzó a robar dejando en un segundo la casa limpia. El padre de Heng Mei no se contuvo y furioso hirió con su flecha al ladrón en el ojo izquierdo mientras la madre le rompía la nariz con la lanzadera. El Tigre de Madera aullaba del dolor y ordenó que se matara a la madre de Heng Mei, mientras que al padre lo colgó del techo prendiendo fuego a sus pies. Al momento comenzaron a desprenderse nubes de humo. Luego, él y sus seguidores se fueron lanzando grandes carcajadas.

         Cuando Heng Mei volvió con el leopardo encontró su casa carbonizada, a su padre quemado vivo y a su madre tirada en el suelo con el cuerpo lleno de cicatrices; en ese momento quedó como fulminado por un rayo. Lloró amargamente, con llanto tempestuoso. “¿A quién debo exigir venganza?”, preguntó mirando hacia el cielo. Pero el azul apagado del firmamento calló. “¿Quién es mi enemigo?”, le preguntó al agua. Pero las lágrimas brillantes del lago enmudecieron. Las llamas de la indignación nacieron en su corazón y llegaron hasta la altura de las montañas nevadas.


Cuando llegó la fiesta de Qing Ming
, Heng Mei fue con el ciervo a visitar y arreglar la tumba de sus padres: al acordarse de ellos un dolor indecible lo embriagó.   Con un arco y una flecha, que era lo único que le había quedado, Heng Mei, se volvió errante cual pinocha al vaivén del viento. De día cantaba tristes canciones y por las noches se refugiaba en una gruta donde prendía una fogata para abrigar su cuerpo, ya que no su corazón, y no pegaba ojo en toda la noche. Cierto día de madrugada un rugido hizo temblar las hierbas cercanas a la cueva. Heng Mei salió para encontrarse con un ciervo que estaba a punto de ser atrapado por un tigre negro. Entonces aprontó el arco, colocó la flecha y mató al tigre. El ciervo comenzó a saltar y fue a lamerle las manos en un gesto de agradecimiento. Era un ciervo dorado, realmente adorable, de amarillo pelaje y orejas rojas. Heng Mei se lo llevó en brazos a su cueva y así, igual que dos hermanitos, se daban calor cuando hacía frío e iban a buscar alimento a la montaña cuando sentían hambre.

         – Ciervo ¿Me entiendes? ¿Sabes quién es mi enemigo? ¿Qué puedo hacer para calmar esta amargura?

         El ciervo asintió con la cabeza movió sus labios y habló:

         – Dime lo que quieras para comer o para vestirte y yo te lo daré.

         Heng Mei, asombrado y contento a la vez le rogó:

         – Yo no quiero manjares ni sedas. Quiero una espada para vengarme, una azada y un buey para sembrar, una bolsa repleta de semillas y una hoz para cosechar.

         El ciervo asintió tres veces con la cabeza, caminó hasta la entrada de la cueva, hizo girar tres veces sus cuernos y aparecieron nubes blancas. Luego baló también tres veces y el sonido, cual si fuera mágico voló hasta el cielo, las nubes se abrieron y maravillosamente todo lo que había pedido Heng Mei fue cayendo. Con su buey y las herramientas el muchacho caminó hasta la orilla del lago, cortó árboles, se construyó su casa y sembró la tierra. Más tarde invitó a sus amigos y amigas pobres de la aldea amurallada a vivir con él de modo que los días transcurrieron cada vez más felices.

         Cuando el rico Ri Kua se enteró de que los pobres vivían felices a la orilla del lago los dientes le castañetearon de la rabia y mandó a su hijo a averiguar. – “Esos pobretones del lago hace rato que subieron al cielo”. – dijo Tigre de Madera con una sonrisa helada. Entonces el poderoso ordenó a su administrador Chang Ba:

         – Ve ya mismo a averiguar qué tesoro hay allí.

         Con un par de zapatillas de paja y una chaqueta de piel de oveja Chang Ba se disfrazó de mendigo y llegó llorando a la casa de Heng Mei, profiriendo mentiras con su lengua de víbora. Heng Mei lo trató como si fuera un hermano y los compañeros lo consolaron, señalando al ciervo:

         – Con tres balidos del ciervo dorado habrá plata y oro por doquier, ya no tienes de qué preocuparte.

         Una vez enterado de aquello, Chang Ba se alegró mucho e ideó un plan. Cuando llegó la medianoche salió de puntillas para robar al ciervo.

         Cuando el creso y su hijo se enteraron del robo del ciervo salieron satisfechos a su encuentro: encendieron tres inciensos, le hicieron tres reverencias con la cabeza y le construyeron un palacio al sagrado ciervo: las puertas y ventanas de jade blanco, la cerca de bronce y el suelo con ladrillos de plata. También le pusieron flores de oro, le colgaron perlas y le dieron pollo para comer. El rico Ri Kua se puso la ropa ritual, se arrodillo ante el ciervo sagrado e imploró:

         – Tengo corazón de budista y sólo deseo montañas de oro y mares de plata, ríos de perlas y de jades, mil esclavos y mil mu de buenas tierras –. El ciervo dio un salto, derribó haciendo añicos las flores de oro y las perlas, luego volvió a saltar y de una patada le partió en tres la mandíbula, haciéndolo llorar del dolor. Un sirviente se lo llevó mientras llegaba Tigre de Madera a rogar:

         – Mi padre no sabe de disciplinas, te ruego que no te enojes, ciervo sagrado. Yo solamente deseo 10.000 canastas de arroz, 10.000 shi (11o libras) de harina, 10.000 caballos, 10.000 ovejas y la misma cantidad de gallinas. Además, únicamente quiero diez muchachas bonitas. Con que sólo des tres balidos yo te respetaré como a un padre –. El ciervo saltó y al segundo el suelo del palacio quedó todo impregnado de heces y con otro salto la nariz de tigre de madera quedó partida de una patada, éste gritando del dolor llamó a los sirvientes para que encerraran al ciervo en la cárcel de tierra ordenando que le dieran de comer una hierba venenosa.

         Mientras, Heng Mei se había angustiado mucho al no ver al ciervo y cuando descubrió que Chang Ba había desaparecido se imaginó que seguramente aquél se lo habría robado. Furioso, bajó enseguida  de la montaña para perseguirlo. Vio que tanto el camino pequeño como el grande estaban llenos de huellas del animal y que éstas llegaban hasta una gran puerta roja, la de la casa del rico. Heng Mei gopeó la puerta con los leones de piedra que allí delante estaban y el que abrió fue justamente Chang Ba. Heng Mei lo asió fuertemente con la mano y el otro se pegó tal susto que comenzó a gritar como loco atrayendo a todos los criados. Heng Mei había salido tan apresurado de su casa que se había olvidado del arco y la flecha, por lo que fue atrapado. Tigre de Madera lo miró con odio y le comentó a Chang Ba:

         – ¡Así que esos dos pobretones habían dejado una mala semilla! ¡Mételo en la celda del ciervo para que se reúna cuando antes con sus antepasados!

         Cuando Heng Mei entró en la celda pudo notar de inmediato que el ciervo casi no respiraba: sintió tanta tristeza como rencor. En eso escuchó las voces de dos guardias que estaban comentando justamente de cómo Tigre de Madera había quemado la casa del lago y cómo lo había quedado tuerto y con la nariz rota. Aquellas palabras quemaron como un carbón ardiente el alma del muchacho, pues en ese momento recién venía a descubrir quién había matado a sus padres. ¡Cómo hubiera querido tener en sus manos un rayo para descargarlo en su cabeza! “Quiero vengarme, quiero salvar al ciervo y escaparme” – pensó. Cuando llegó la medianoche hizo con sus uñas un hueco en la pared de la celda y con el ciervo en brazos llegó de un tirón a la orilla del lago.

         Allí planeó con sus amigos la venganza, para la cual precisaba diez espadas y la ayuda del ciervo para conseguirlas. Pero este último estaba inmovilizado y el sonido de su respiración era tan débil como una tela de araña. ¿Qué hacer? Estaban inquietos como hormigas alrededor de una olla caliente. De pronto, el ciervo abrió los ojos y un hombre pequeñito saltó de sus pupilas y dijo:

         – El rico le dio al ciervo una hierba venenosa y morirá dentro de 49 días. Dicen que bajo la montaña Ruoguo crece un árbol que llega hasta el cielo y en ese árbol hay una hierba que puede salvarlo. En la cueva de Jade Blanco de dicha montaña hay un león dorado que posee un cuchillo milagroso con el cual se puede cortar esa hierba –. Y dicho esto el hombre volvió a la pupila del ciervo y éste cerró los ojos. Heng Mei volvió a sonreír, encargando a sus compañeros que cuidaran los cultivos y al animal; tomando su arco con las flechas partió en busca de la hierba.

         Atravesando picos y precipicios, después de caminar tres días y tres noches Heng Mei llegó a las orillas de un gran río. Era tan ancho que no se veía la otra orilla, ni puentes ni barcos. Entonces divisó una boa negra que, con sus grandes ojos como lámparas y la gran boca abierta venía desde el curso superior. En el curso inferior nadaba un pez dorado fosforescente. Al parecer el pez iba a ser atacado; entonces Heng Mei apuntó y mató a la boa de un flechazo. El pez se aproximó a agradecerle, ofreciéndose a llevarlo a la otra orilla. De esta manera Heng Mei, montado sobre el pez dorado, llegó después de tres días a la otra margen del río. El pez le regaló una escama dorada y le dijo:

         – A la vuelta, llama tres veces con la escama en la mano y yo te llevaré de vuelta.

         Heng Mei guardó bien la escama y caminó otros tres días contra el viento y la lluvia, hasta que llegó a una selva. Los árboles formaban una red que llegaba hasta el cielo, lo pantanoso del terreno no permitía el paso. Estaba pensando muy preocupado cuando vio un gran toro rojo perseguido por un ejército de tábanos.  El animal emitía mugidos lastimeros, pero no sabía cómo deshacerse de sus atacantes. Heng Mei tiró varias flechas y mató a unos cuantos, pero al momento aparecieron más. Entonces, después de reflexionar un poco, hizo una fogata con hierbas secas y así terminó con todos los tábanos. El toro rojo se acercó a Heng Mei para agradecerle y a ofrecerse para llevarlo a través del pantano. Heng Mei montó en su lomo, colgó el arco y las flechas de los cuernos del animal y anduvo tres días y tres noches. El toro se despidió de él dándole un pequeño cuerno y diciéndole:

         – A la vuelta llámame tres veces con el cuerno en la mano y yo te ayudaré a pasar la selva.

         Heng Mei guardó bien el cuerno y siguió su marcha. Caminó tres días con sus noches hasta que llegó a un campo helado. Por el día el sol se reflejaba en el hielo y encandilaba tanto que no se podían abrir los ojos. Por las noches soplaban fuertes vientos y los pies se le agrietaron por las bajas temperaturas. Heng Mei ya no sabía qué hacer cuando vio que un águila negra se abalanzaba sobre una paloma blanca que venía volando en dirección contraria, con sus garras dobladas como dagas. Heng Mei apuntó su flecha hacia el águila y ésta cayó, formando un montículo sobre el suelo. La paloma bajó a agradecerle a Heng Mei y se ofreció para llevarlo volando. Heng Mei aceptó y después de volar tres días, cuando llegaron al final de la playa helada, la paloma se despidió de él dándole una pluma y diciéndole:

         – A la vuelta llámame tres veces con mi pluma en la mano y yo vendré a llevarte de regreso.

         Heng Mei guardó bien la pluma y continuó avanzando. Con el sol de abrigo y la luna por sombrero volvió a andar tres días y tres noches y llegó a un dique donde el agua corría a borbotones y el aire estaba perfumado de arroz y flores. Heng Mei se alegró, cuando de repente vio una anciana que lloraba al lado de una choza. Ante su demanda, la vieja le explicó a Heng Mei, al tiempo que señalaba una cueva de piedra cubierta por las nubes en la montaña del norte:

         – Últimamente ha aparecido un demonio que llega aquí a comerse las vacas y las ovejas, y secuestra a la gente para hacerla su esclava. Mi hija única, A Zhi, ha sido raptada hace diez días y no he vuelto a saber más nada de ella.

         Heng Mei pensó que era apremiante salvar a la muchacha y, con su flecha más fuerte, subió a la montaña. Los arbustos que estaban a la entrada de la cueva tenían un poco más de tres metros de altura y dentro había una habitación de piedra. El demonio no estaba y sólo se encontraba una muchacha muy bella, llorando frente a la escalera. Se asustó y alegró al mismo tiempo cuando Heng Mei le explicó a qué había venido; se alegró porque Heng Mei había llegado como un águila heroica a salvarla y sintió miedo porque el demonio estaba al llegar y peligraba la vida del muchacho. Cada uno le contó al otro su desgracia y mientras hablaban idearon un plan: Heng Mei se escondería entre las vigas de la habitación y esperaría al demonio con la punta de la flecha envenenada. El demonio, de pelos erizados, dientes sobresalientes y nariz peluda entró y le preguntó a A Zhi:

         – ¿Qué extraño ha llegado? ¿De dónde sale ese ruido de respiración?

         – ¿Acaso yo no soy una extraña? ¿Es que yo no respiro? – respondió la muchacha sonriendo. El demonio le dio entonces cereales y carne cruda para comer; ella los recibió y los dejó a un lado.

– No tengo hambre, mejor te ayudaré a limpiarte los dientes – dijo. El monstruo se sentó en la cama, abrió su gran boca sanguinolenta y dejó que la muchacha, parada en la cama, le limpiara los restos de carne de los dientes con una afilada azada. Una vez hecho esto la joven le dio un balde de agua y el monstruo se enjuagó la boca cerrando los ojos. En ese momento Heng Mei le disparó diez flechas y aquél quedó muerto. Los dos jóvenes volvieron a la choza. La madre trató a Heng Mei como a un yerno y todos los pobladores del dique vinieron a felicitarlos. A Zhi le regaló un bordado como regalo de compromiso y él le dejó una flecha dorada de bambú. Ambos se juraron que una vez que Heng Mei consiguiera la hierba volverían juntos a la orilla del lago.

       Heng Mei se despidió de las dos mujeres y siguió su camino. Volvió a marchar tres noches y tres días hasta que llegó a la montaña Ruoguo. Las piedras parecían de jade blanco y los picos, de jadeita. Los fénix cantaban sobre la montaña cubierta de nubes de colores. A la entrada de la cueva de jade blanco había un león de pelaje dorado que parecía una roca. Heng Mei estaba aprontando su arco cuando el feroz animal se le vino encima: entonces sacó su espada y el cortó el cuello. Una vez dentro de la cueva tuvo que dar dieciocho vueltas hasta que vio el cuchillo mágico reluciendo en la pared. Con el cuchillo en la mano subió hasta el pico de la montaña, donde efectivamente encontró un árbol que llegaba hasta el cielo y en cuyas ramas crecían unas hierbas de colores y de un aroma fortificador. Heng Mei dio un corte en las ramas: se produjo un rayo luminoso y los brotes volvieron a nacer, creciendo de nuevo al instante. Saltando de alegría y con las hierbas en la mano, el joven volvió al lado de A Zhi, y emprendieron el camino de regreso junto con la madre. Gracias a la ayuda de la paloma blanca, del toro rojo y del pez dorado atravesaron la playa helada, la selva y el río y regresaron a las orillas del lago de jade 48 días después de que Heng Mei hubiera partido den busca de la hierba.         

         El panorama con que se encontraron era inimaginable: las aguas del lago estaban revueltas y los bosques se quemaban. Resulta que cuando Heng Mei partió, el rico propietario había enviado a sus criados para que atraparan a Heng Mei y al ciervo, incendiaran la nueva casa y revolvieran las aguas del lago. Sus compañeros se habían refugiado en una cueva del bosque junto con el ciervo. El día cuarenta y nueve Heng Mei encontró a sus compañeros y salvó con la hierba al noble animal. Este dio tres balidos y del cielo cayeron 10 caballos y diez flechas. Entonces, Heng Mei montado en su ciervo y los demás en los caballos, bajaron de la montaña y fueron en busca del rico clamando venganza. En el choque de caballos y flechas, los lacayos del rico que no murieron o resultaron heridos se escaparon; Ri Kua huyó con su caballo negro hacia el sur, pero Heng Mei le dio alcance con sus flechas. Chang Ba, que había escapado hacia la dirección contraria, corrió igual suerte. Tigre de Madera, que estaba enloquecido, murió en el entrevero de espadas. Después de liberar a todos los esclavos y repartir entre los aldeanos los bienes del rico, Heng Mei quemó la casa de éste hasta que sólo quedaron montones de carbón.

         Heng Mei regresó con sus compañeros a la orilla del lago, donde volvieron a construir una casa, a sembrar y a criar ganado; mientras los muchachos iban al monte a cazar, las jóvenes manejaban el telar. El día en que A Zhi y Heng Mei se casaron cada uno de ellos le hizo de casamentero a sus amigos y así, los diez compañeros formaron cinco matrimonios. Corrió el vino de la felicidad mientras las palomas danzaban, sonaban en la montaña las canciones y la melodía diáfana de la flauta. Todos bailaban y cantaban dichosos, y hasta el lago abrió admirado sus grandes ojos brillantes.

 

(Cuento de la nacionalidad naxi)

 

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